(notas para el concierto perteneciente al ciclo ‘Siglos de Oro’ realizado en la Capilla del Palacio de El Pardo de Madrid, 25 de septiembre de 2004)

 

Tres Maestros de Capilla y un afrancesado

 

    Cuando en la tarde del 10 de octubre de 1830 la bandera blanca borbónica anunciaba desde el Palacio de Oriente a los madrileños el nacimiento de la hija de Fernando VII y M.ª Cristina, llamada María Isabel Luisa y más tarde Isabel II, la sección de música de la Real Capilla de Palacio todavía gozaba de la grandiosidad, magnificencia y boato con que el tirano Rey la había dotado en sucesivas reformas a imitación de los momentos de mayor esplendor, sobre todo el reinado de Fernando VI a mediados del XVIII. Grandiosidad que contrastaba con la ruina económica, social y moral con que el Rey felón conducía al país fomentando el más rancio cainismo entre los súbditos, ya que, como dice Begoña Lolo en sus trabajos sobre la música en tiempos de Fernando VII, “su deseo fue, a pesar de las graves circunstancias políticas y económicas, que el culto divino siguiese manteniéndose con la magnificencia que había caracterizado a esta entidad en los tiempos precedentes”. Con la muerte del Rey en septiembre de 1833, la situación política cambiará totalmente y con ella numerosas manifestaciones sociales y religiosas que se asociaban a la monarquía absolutista, como el excesivo boato al culto divino no sólo en la corte sino en todo el país, lo que incidirá negativamente en la situación musical. La crisis económica y las sucesivas desamortizaciones, como más tarde el nuevo concordato, serán la puntilla para muchos músicos españoles ya que harán desaparecer, o reducirse al mínimo, los colegios de infantillos y las capillas musicales que durante siglos habían sido los centros de formación, creación y difusión de la gran música religiosa española.

    Una de las primeras medidas de la reina gobernadora María Cristina en 1834, en los inicios del gobierno liberal, fue reducir drásticamente los efectivos y el boato de la Real Capilla a su mínima expresión, dejando que sólo en determinadas solemnidades se ampliara contratando músicos de fuera de planta. Esta situación, que supuso la gran decadencia musical de la Real Capilla y su progresiva dependencia de la contratación foránea, continuó vigente durante todo el reinado de Isabel II a pesar de los denodados intentos de los maestros de Capilla por que volvieran a dotarse algunas plazas que consideraban imprescindibles para que los servicios musicales tuvieran el decoro debido; abandono progresivo que sólo fue atendido en alguna ocasión puntual, especialmente durante la tutoría real de Argüelles, y que continuó hasta la disolución de la Real Capilla con la proclamación de la Primera República.

    Sin embargo, frente a esta decadencia y abandono de la música religiosa surgió una mayor atención a la música profana, a través de la Real Cámara y el teatro de Palacio, debida seguramente a la educación musical y gran afición que tanto M.ª Cristina como Isabel y Luisa Fernanda tenían por el arte músico; interés por una música que no sólo programaban en Palacio en conciertos, bailes o representaciones operísticas sino que alentaban y apoyaban con su presencia en los teatros, el nuevo conservatorio o el Liceo Artístico y Literario, especialmente durante el reinado de Isabel II, reina filarmónica por excelencia, que también encontró en el mundo operístico alguno de sus amantes.

    Baltasar Saldoni, con esa mitificación de las monarquías propia de siglos anteriores, nos cuenta que la Reina Gobernadora (creadora en 1830 del primer conservatorio que hubo en Madrid) “cantaba y tocaba el piano como artista verdaderamente consumada, y su manera de expresar y de sentir podía servir de modelo a muchos artistas notables. Su voz, de mezzo soprano, era de una pastosidad y dulzura incomparables; su discernimiento o criterio musical, extraordinario…”, contándose entre sus profesores el director de orquesta F. Frontera de Valldemosa, de canto, y J. M. Guelbenzu, de piano. También Isabel y Luisa Fernanda, cuyos profesores fueron Valldemosa de canto y Pedro Albéniz de piano, eran ‘consumadas’ pianistas y cantantes, y junto a su madre participaban como cantantes e intérpretes en numerosos actos privados y públicos tanto en Palacio como en el exterior. Una idea de su verdadero nivel musical nos lo puede dar las numerosas piezas que Albéniz compuso para piano solo o a cuatro manos y que tocaba junto a la Reina, o que tocaban las dos hermanas, piezas que sin ser de gran virtuosismo exigen un importante dominio técnico del instrumento. Como ejemplo y curiosidad, entre estas piezas se halla una titulada Variaciones brillantes sobre el Himno de Riego, himno que tanto gustaba a la reina, dedicada por el músico riojano al desamortizador presidente del gobierno Juan de Dios Álvarez Mendizábal.

    En este parnaso de regios filarmónicos también destacaban el infante Francisco de Paula (hermano menor de Fernando VII y esposo de Luisa Carlota, hermana de la reina M.ª Cristina), excelente barítono y poseedor de una de las más importantes bibliotecas musicales del país, su hijo el rey consorte Francisco de Asís, distinguido pianista y protector de músicos, y el infante Sebastián Gabriel, ilustre tenor que alcanzaba el ‘do de pecho’ y participaba en los conciertos de Palacio después de que regresara a España al perdonársele su pasado carlista.

    A mediados de siglo, Isabel II, en su afán filarmónico, mandó construir un teatro palatino, inaugurado en 1849, donde se estrenarán las primeras óperas de un joven E. Arrieta por el que la Reina sentía especial inclinación (según las malas lenguas no sólo musical) y al que apoyó todo lo que pudo con todos los medios a su alcance (años más tarde, el compositor navarro agradecería ese apoyo con el famoso himno Abajo los Borbones). También por esa época, la Reina envió a F. de Valldemosa a París para que comprase nueva música sinfónica e instrumental para Palacio. Valldemosa se trajo, entre otras muchas, sinfonías y oberturas de Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn, Weber o del español Gomis, que había muerto en París en 1836; obras que serían interpretadas en numerosas ocasiones en Palacio por una orquesta de 50-55 músicos dirigidos principalmente por Valldemosa.

    Frente a esta inclinación regia hacia la ópera, la música de concierto y de salón y su exuberante manifestación musical palatina que no tuvo especial reflejo en los compositores españoles, la otrora majestuosa Real Capilla languidecía tristemente; pero, paradójicamente, sus maestros siguieron produciendo música de alta calidad en la mejor tradición de la música sacra española.

    En este I Centenario de la muerte de Isabel II, al recordar la música de esa época, de un Madrid aquejado de ‘romanticismo o mal del siglo’, que dicen los personajes galdosianos, y que solemos relacionar más con el arte cortesano de salón o con la ópera que con la música religiosa, recuperamos y presentamos obra sacra de la línea oficial —los tres maestros de Capilla que ocuparon el puesto durante el reinado de Isabel II: Francisco Andreví, Mariano Rodríguez de Ledesma (el compositor español más importante de la 1.ª mitad del XIX) e Hilarión Eslava— y su reverso, la del exiliado político —esa otra situación que durante siglos ha ido en España en paralelo a la cultura oficial según el gobierno de turno,  que en esta época una de sus variantes fue el afrancesado, y en el campo musical nadie más representativo que Fernando Sor.

 

Francisco Andreví

 

    Pocos meses antes del nacimiento de Isabel II se celebraron en Madrid las pruebas para cubrir el puesto de maestro de la Real Capilla que había quedado vacante por fallecimiento de Francisco Federici. Según la Gaceta de Madrid quedaban excluidos de estas pruebas todos los seglares, pero tras una protesta generalizada se decidió admitir a todos los músicos sin “distinción de clase, estado ni edad”. Once músicos se presentaron a las oposiciones, entre los más conocidos R. Carnicer, R. Jimeno, T. Genovés, H. Eslava, I. Soriano y M. Rodríguez de Ledesma, que envió la solicitud pero no fue admitido por hallarse fuera del país (entonces vivía en Londres). Una vez realizados los duros y extensos ejercicios, como el tribunal no se ponía de acuerdo en la concesión de la plaza, tuvo que ser el propio Fernando VII quien decidiera el puesto, nombrando a Francisco Andreví maestro de la Real Capilla y rector del Real Colegio de Niños Cantores en julio de 1830.

    Andreví había nacido en Sanahuja, Lérida, en noviembre de 1786 y, tras formarse con diferentes maestros en Barcelona y ordenarse sacerdote, había ocupado importantes magisterios de capilla en Barcelona, Valencia y Sevilla. Su estancia en Madrid resultó muy fructífera pero tormentosa. Tras la muerte de Fernando VII, para cuyas exequias compuso el Oficio y misa de difuntos, obra de gran calidad y originalidad, sufrió el primer reajuste de músicos ordenado por la Reina Gobernadora en 1834. De un segundo reajuste en 1836, que separó a 56 músicos y salmistas, fue culpado Andreví por sus compañeros, que le acusaron de realizar la lista por cuestiones políticas. Según Pedrell “se le mandó hacer una nueva planta de la capilla economizando cuanto pudiera, y para dar ejemplo, él fue quien más sueldo se rebajó pero sin señalar persona alguna de la plantilla antigua”. Seguramente fue a causa de este escabroso asunto que Andreví decidió abandonar la Real Capilla y Madrid camino de Francia, donde se instaló primero en Burdeos y después en París. Un informe policial al respecto de esta huída decía: “Ni a las vísperas de anteayer, ni al Corpus ha concurrido D. Fco. Andreví, ni ha pasado aviso alguno de hallarse enfermo. De las diligencias que se han hecho para averiguar su paradero resulta que se ha mudado de casa sin que se sepa a donde..., que el 18 de mayo se ausentó de esta corte diciendo a su cuñada que iba por unos días al pueblo de Hortaleza, que volvería para el Corpus; que no existe en tal pueblo, y que se ignora a donde se haya”. Después de su estancia francesa, Andreví regresó a Barcelona en 1849 donde fue nombrado maestro de Capilla de la basílica de la Virgen de la Merced, falleciendo en la ciudad condal en noviembre de 1853.

    Años difíciles y problemáticos los que Andreví pasó como maestro de la Real Capilla; sin embargo, compuso numerosas obras (Pedrell decía que su fecundidad era su gran defecto) algunas de ellas de gran calidad y originalidad que, a pesar de que hoy día estén olvidadas (seguramente el concierto de hoy será la primera vez que su música suene después de muchísimos años) permanecieron en la memoria de los músicos españoles durante el siglo XIX, especialmente su Stabat Mater, compuesto durante su estancia en Burdeos. Esta obra se la dedicó al infante Sebastián Gabriel, carlista como él, que años después la cantó en un ‘gran concierto sacro’ ofrecido en su Palacio de San Juan, palacio que ocupaba una de las esquinas del complejo palaciego del Buen Retiro y que fue derruido a principios del siglo XX para construir el Palacio de Telecomunicaciones de Madrid (actual sede del Ayuntamiento) situado en la Plaza de Cibeles. En este concierto, el infante cantó la parte de tenor y la orquesta la dirigió F. Frontera de Valldemosa.

 

Mariano Rodríguez de Ledesma

 

    El 6 de junio de 1836, pocos días después de la huída de Andreví, Rodríguez de Ledesma fue nombrado maestro de la Real Capilla música sin pruebas de oposición debido a sus méritos. Este había regresado a España desde Londres en noviembre de 1834 y desde entonces había estado intentando que se le repusiera en sus antiguos puestos que había dejado en 1822. En una patética carta a la Reina Regente de finales de 1835, en la que hacía gala de su postura liberal, decía “ser padre de familia que tiene que sustentarla y sustentarse, pues de otro modo se verá en la dura necesidad de irse a vivir a un pueblo pequeño en donde las necesidades de la vida sean menos costosas, con el sentimiento de verse humillado un profesor que se ha distinguido por su aplicación”. 

    Rodríguez de Ledesma había nacido en Zaragoza en 1779, formándose en el Colegio de Infantes de la Metropolitana Iglesia de La Seo con F. J. García Fajer, el Spagnoletto, y con J. Gil Palomar. Oficialmente, a Madrid llegó en la primavera de 1805 para debutar en el Teatro de la Cruz como cantante, y uno o dos años después dirigió el Réquiem de Mozart en lo que sería la primera interpretación de esta obra en España. En 1810 viajó a Londres enviado por el gobierno de Cádiz con documentos secretos y allí permaneció hasta 1815 desarrollando una gran actividad musical. Fue profesor de canto de la princesa Carlota de Gales y participó especialmente en los conciertos de la Philharmonic Society londinense cantando como tenor. A su regreso a España fue nombrado maestro supernumerario de la Real Capilla en 1817 y compuso dos grandes obras religiosas sinfónico-corales, Maitines de reyes y Oficio y misa de difuntos, en las que desarrolló las nuevas ideas musicales de índole romántico que circulaban por Europa y que suponen las primeras obras en España que utilizaron esta nueva estética. En 1822 viajó de nuevo a Londres; generalmente se ha escrito que Rodríguez de Ledesma se marchó huyendo de la represión de Fernando VII, pero lo cierto es que fue a resolver asuntos de negocios propios. En su momento no regresó a España y Fernando VII, en 1823, lo apartó de la Real Capilla por ‘adicto al sistema constitucional’. En esta ocasión permaneció doce años en la capital británica alternando la estancia londinense con viajes por Europa (movimientos que fueron seguidos por la policía política informando directamente al monarca); alcanzó gran fama como profesor de canto y fue nombrado director de la clase de canto de la Royal Academy of Music. Tras su definitivo regreso a España en otoño de 1834 y su nombramiento como maestro de la Real Capilla, Rodríguez de Ledesma se dedicó preferentemente a esta labor palatina componiendo numerosas obras religiosas de gran calidad, entre ellas varias grandes obras sinfónico-corales de clara filiación romántica: Misa grande en re, Lamentaciones del Miércoles, Jueves y Viernes Santo y Nona de la Ascensión. Una larga y penosa enfermedad le fue apartando poco a poco de su trabajo en la Real Capilla que fue ocupado por el nuevo maestro supernumerario H. Eslava. Al final, tristemente, la muerte le acaeció a finales de marzo de 1847.

    El período de maestro de la Real Capilla del músico aragonés, que debe ser considerado no sólo el primer músico romántico español sino uno de los primeros de Europa, estuvo marcado por una lucha constante contra los recortes presupuestarios sucesivos que diezmaron esta institución hasta caer en una lamentable decadencia; por contra, será la época de mayor esplendor en su labor creativa. Los efectivos que se encontró al tomar posesión constaban de “dos Tiples, dos Contraltos, dos Tenores y dos Bajos; dos primeros violines, dos segundos violines, una viola, un oboe, dos clarinetes, una flauta, un fagot, un violoncello, un contrabajo, un organista, un ayudante de organista, y dos trompas”, dotación de voces e instrumentos que había sido decretada en octubre de 1834. Y ante las sucesivas pretensiones del maestro por aumentar los efectivos en las grandes solemnidades, le contestaron en 1838 que “...todas la funciones de la R. C. música se harán con solo los individuos que hay en ella, debiendo arreglarse a esa plantilla todas las obras de música”. Rodríguez de  Ledesma se reveló contra esta medida, ya que no podía interpretar sus grandes composiciones sinfónico-corales, y envió varias cartas a la Reina Gobernadora protestando enérgicamente. A raíz de ello, la Reina ordenó un informe “sobre el estado actual y las necesidades de la R. Capilla”, y el músico, entre otras cosas, realizó en dicho informe una exhaustiva exposición sobre diferentes cuestiones musicales: los diferentes significados que tenían las voces y los instrumentos en la música religiosa y la profana; el problema de la voz de contralto en los hombres (“algo contra-natural, es escasa y generalmente endeble”); las diferencias, dentro de las voces agudas, entre los castrati, niños colegiales y mujeres (“…los tiples debieron ser mujeres, pero no habiendo sido así, lo han sido castrados, por la razón de que su voz es duradera para toda la vida, pero los colegiales aunque necesarios e indispensables en la Capilla […] no pueden ser tiples...”), y la necesidad ineludible de contar con determinados instrumentos. La Reina resolvió ordenando contratar aumentos cuando se necesitasen y dejar la ampliación para “épocas de menos penuria”.

    Entre las pocas celebraciones que consiguió esos aumentos estuvo la Semana Santa de 1843. El 16 de abril de ese año, la revista musical Anfión Matritense decía: “El Viernes Santo se ejecutaron en la Real Capilla Las Siete palabras de Haydn. Igualmente tuvieron lugar el Miércoles, Jueves y Viernes Santo las magníficas Lamentaciones del Sr. Ledesma, Maestro de la misma Capilla. Las del Miércoles y Jueves se habían cantado ya el año pasado, habiendo compuesto dicho Sr. tres Lamentaciones nuevas en el presente que fueron las que se cantaron el Viernes. En todas ellas sobresale notablemente el carácter religioso, propio de esta clase de composiciones y que con tanto tino sabe desempeñar el Sr. Ledesma. La ejecución dio lugar a que se luciesen el Sr. Cajiola en la 1.ª del Miércoles, y el Sr. Reguer en la 1.ª del Jueves”.

    En su lucha por dignificar la Real Capilla también pidió que se utilizaran los instrumentos de Palacio que estaban olvidados, y así consiguió, como cuenta Luis Robledo en su trabajo sobre la Real Capilla, “que fueran transferidos a ella los valiosos instrumentos de cuerda custodiados en la Real Cámara que habían pertenecido a Carlos IV, entre ellos los dos violines y los dos violonchelos construidos por Stradivarius (los únicos que quedaban tras el expolio francés del período josefino)”.

 

Hilarión Eslava

 

    Desde la oposiciones de 1830 estaba Eslava intentando entrar, de una u otra forma, en la Real Capilla, así que el mismo año que Isabel II subía al trono como Reina Gobernadora, 1844, y aprovechando el malestar que se había creado en Sevilla entre sus superiores por su dedicación operística (Eslava era sacerdote), decidió optar al puesto de maestro supernumerario que había salido a oposición, a causa de la enfermedad de Rodríguez de Ledesma, a pesar de que económicamente le era muy desventajoso. Eslava ganó esta plaza, en la que pasó los primeros años de ayuda y suplencias al maestro titular que se encontraba muy enfermo, y una vez jubilado Rodríguez de Ledesma en febrero de 1847 a causa de la imposibilidad a que le había llevado su enfermedad, fue nombrado maestro de la Real Capilla música, el puesto que tanto había ansiado y perseguido. Ahí permaneció Eslava hasta la expulsión de Isabel II en septiembre de 1868 —con la proclamación de la Primera República, la Real Capilla fue suprimida por el nuevo gobierno revolucionario—, pero, tras la restauración de Alfonso XII en 1875, fue repuesto nuevamente en su cargo permaneciendo ya hasta su muerte.

    Eslava había nacido en Burlada (Navarra) en septiembre de 1807; se había formado con J. Prieto en Pamplona y con F. Secanilla en Calahorra, pasando por los magisterios de Burgo de Osma y Sevilla antes de llegar a Madrid. En la capital hispalense estuvo 12 años, siendo el período en que se ordenó sacerdote, compuso sus tres óperas y sobre todo, en 1835, su segundo y famosísimo Miserere, que se ha estado interpretando en la catedral de Sevilla durante muchísimos años. También en esta época comenzó su actividad de musicólogo recopilador de música sacra española y sobre todo la de pedagogo, actividades que continuaría en Madrid con la publicación de la monumental Lira Sacro-Hispana y los diferentes métodos de solfeo, armonía, contrapunto y fuga y composición (en la memoria de muchos músicos todavía perdura su famosísimo y excelente Método de Solfeo que se ha seguido utilizando hasta hace bien poco en todo el ámbito hispano). En 1852 Eslava realizó un amplio viaje por varios países de Europa para visitar archivos musicales y conservatorios y conocer en que estado estaban los campos musicológicos y pedagógicos; sabemos también que asistió a conciertos y debió de conocer la música europea del momento, pero no parece que esto influyera lo más mínimo en sus composiciones donde siguió cultivando su conservador y personal ‘estilo antiguo’ tanto en sus obras pequeñas —Motetes, etc.—, como en las grandes de carácter sinfónico-coral: las dos Misas en La y Mib, las Lamentaciones, el Oficio de difuntos y el Te Deum. Su ambición y tesón emprendedor le hizo participar en numerosas iniciativas de toda índole, desde la sociedad Orfeo Español, que creo el semanario Gaceta Musical de Madrid, hasta la Sociedad Artístico-Musical de Socorros Mutuos, o ayudar a jóvenes con talento y sin medios, como el gran tenor Julián Gayarre. En 1855 fue nombrado catedrático de composición del Conservatorio de Madrid tras la muerte de su anterior titular, Ramón Carnicer, labor que ejerció hasta 1868 en que dimitió por desavenencias con el gobierno revolucionario. Desde su cátedra de composición tuvo una excesiva, y decisiva, influencia en la formación de muchos compositores; influencia conservadora que durante años pesó como una losa en la evolución de la música española. La muerte le vino en Madrid en julio de 1878 después de unos últimos años de fama y reconocimiento a su labor de compositor, pedagogo y musicólogo.

    El prestigio y la buena relación que Eslava tenía con la familia real hizo que pudiera cambiar, ampliar y mejorar nuevamente la plantilla y la situación musical de la Real Capilla. Para esta institución compuso numerosas obras religiosas basadas en las ideas expresadas en su Breve memoria histórica de la música religiosa en España, y además incorporó a su repertorio algunas de las obras del pasado musical hispano que recuperaba y publicaba. Su fama e influencia en la sociedad musical española de entonces hizo que fuese considerado públicamente el mejor maestro que había tenido la Real Capilla, pero visto desde hoy, a pesar de sus ambiciones creativas, su calidad compositiva y su aportación al legado compositivo del arte músico es notablemente inferior al de sus predecesores.

 

Fernando Sor

 

    En el reverso institucional de estos tres Maestros de Capilla está la existencia de un músico de teatro y concierto como Sor, típico afrancesado de su época, gran viajero por Europa, de teatro en teatro, de corte en corte, buscándose la vida junto a su amada, la bailarina francesa Felicité Hullin, con una concepción romántica de la vida, libertad del artista y del arte frente a la sociedad, pero que más tarde buscó el perdón de Fernando VII, sin conseguirlo, para poder volver a España. Colaboró con numerosos músicos españoles, exiliados o no, y residió durante bastantes años en el hotel Favart de París (el llamado hotel de los españoles) en los mismos años que también vivió allí otro afrancesado, Francisco de Goya.

    Sor había nacido en Barcelona en febrero de 1778; recibió una educación integral en el monasterio de Montserrat y estudió música, principalmente, con Anselmo Viola; posteriormente seguiría la carrera militar llegando al grado de capitán. Con 20 años estrenó en Barcelona su ópera Telémaco nell’ísola di Calipso, trasladándose después como oficial del ejército primero a Madrid y más tarde a Málaga, donde desarrolló una intensa actividad musical; entre otras, participó frecuentemente en los conciertos que organizaba en su casa el cónsul de EEUU W. Kirkpatrick. Al inicio de la guerra de la Independencia —poco antes había dedicado su gran Sonata op. 22 para guitarra a Manuel Godoy— luchó contra los franceses, además de publicar numerosos himnos y canciones patrióticas, pero más tarde, seducido por las ideas liberales y revolucionarias  francesas, se pasó de bando y juró fidelidad a José Bonaparte, siendo destinado a Jerez de la Frontera. En 1813 abandonó España junto al ejército francés y en París, donde ya era conocido como guitarrista, comenzó su carrera exclusivamente musical. En 1815 pasó a Londres, donde colaboró en numerosos conciertos de la Philharmonic Society junto a destacados solistas, y en la capital inglesa conoció a la bailarina F. Hullin para la que escribió numerosos ballets. Uno de ellos, Cendrillon, tuvo más de 100 representaciones entre Londres, París y Moscú; además, con este ballet, Sor y Hullin inauguraron el Teatro Bolshoi de Moscú en enero de 1825. Dos años antes había llegado a la capital rusa, después de un periplo por Alemania y Polonia, acompañando a su amada Hullin, para la que también compuso el ballet Hercule et Omphale, ‘mi mejor obra’ según Sor, estrenada en Moscú con motivo de la coronación del zar Nicolás I. En 1826 regresó a París y ya permaneció en la capital francesa, principalmente dedicado a la guitarra como compositor, intérprete y pedagogo, hasta su muerte acaecida en julio de 1839 tras una dolorosa enfermedad.

    Desde que salió de España en 1813, Sor no tuvo ningún contacto con la corona española hasta que después de volver de Rusia intentó regresar a su país; para ello envió una carta a Fernando VII, pidiendo el perdón, junto a un ejemplar manuscrito de la obertura de su ballet Hercule et Omphale. El Rey no le contestó y ya no se conoce ningún otro intento de Sor por regresar ni tan siquiera cuando en 1834, con el cambio de régimen, se decretó la amnistía.

    A Sor se le relaciona principalmente con la guitarra, a fin de cuentas fue el eje fundamental de su vida y obra, pero no hay que olvidar que también compuso otras muchísimas y diferentes obras. En relación a su dedicación a la guitarra, el que fuera director del conservatorio de Bruselas y crítico musical, François J. Fétis, escribía: “Sor toca la guitarra con una rara perfección. Es una lástima que una mente tan armoniosa haya empleado tanto ingenio y paciencia en vencer un instrumento tan ingrato”; o en otro momento: “Escuchando a Sor se reconoce a un artista superior, pero ¿por qué toca la guitarra?”. En esa otra obra olvidada debida ‘a un artista superior’ encontramos 1 ópera, 12 ballets, decenas canciones en catalán, castellano, italiano, francés, inglés, música sacra y obra perdida como sinfonías y cuartetos.

 

Las obras

 

    La celebración no litúrgica más importante que se realizaba en la Real Capilla desde Felipe IV era la adoración perpetua al Santísimo conocida como ‘40 horas’. Esta se realizaba los primeros jueves, viernes y sábados de cada mes y su origen se remontaba a 1534 cuando los capuchinos, en desagravio a los ataques protestantes, decidieron exponer el Santísimo Sacramento durante ‘cuarenta horas consecutivas de adoración’, el tiempo que se creía que había transcurrido entre la crucifixión y la resurrección de Cristo. Al ser esta una devoción piadosa que no pertenecía al oficio divino no estaba sujeta al rigor del culto litúrgico y por tanto permitía mayor libertad en la programación de las obras musicales, lo que se traducía en una mayor libertad en la composición de las obras. Los músicos, por tanto, se podían permitir la licencia de utilizar otro tipo de melodías, armonías y recursos expresivos más acordes con la estética de la época, que en el caso de la liturgia estaba mal visto porque, decían, recordaba la música teatral.

Para esta celebración compuso Andreví en 1836 su ambiciosa Letanía para las quarenta horas, compuesta de la letanía propiamente dicha —que con sus preguntas y respuestas entra en un juego estructural repetitivo propio de los ‘mantras’ religiosos que recuerda ciertas músicas cultivadas hoy día— y los himnos Pange lingua, In suprema nocte y Tantum ergo, textos escritos por Tomás de Aquino para la celebración del Corpus Christi. Seguramente también para esta celebración son los motetes O! Admirable sacramento de Andreví y Rodríguez de Ledesma, los tres de 1836, en los que, al estar compuestos en estilo libre, se percibe mejor la influencia estética de la época. El de Andreví, a cuatro voces solas, utiliza una bella escritura solística con floreos y ornamentaciones acorde con el italianismo imperante en España; en el caso de los dos de Rodríguez de Ledesma, los conceptos melódicos y armónicos están en consonancia con el romanticismo centroeuropeo. El primero de este autor, lleno de emotividad y afecto, está fechado en el mes de agosto —seguramente una de las primeras obras que compuso como maestro de la Real Capilla ya que había tomado posesión en junio— y el segundo, en Fa m, más ambicioso en su composición, es original para una orquestación sorprendente para la época: coro a 5 voces, 1 flauta, 1 oboe, 2 clarinetes, 1 fagot, violonchelo y contrabajo; en esta ocasión se interpreta en otra versión con órgano, violonchelo y contrabajo. También de características románticas —como la fuerte expresividad dramática de su música— es el magnífico responso Libera me, Domine, de este mismo autor, responso que sólo podía acompañarse de violonchelo y contrabajo, sin órgano ni orquesta; aunque se desconoce la fecha de su composición, pudo ser compuesto como responso final para alguna de las interpretaciones de su magistral Oficio y misa de difuntos de 1819. Muy diferente es la Misa de Cuaresma, última obra que compuso, ya gravemente enfermo, Rodríguez de Ledesma (al menos la última que se tiene constancia). Fechada en 1844, las voces tienen el único acompañamiento del fagot, algo que hoy nos puede parecer sorprendente pero que se enmarcaba dentro de la tradición española de utilizar el bajón (más tarde fagot) como único acompañante instrumental de las voces en determinadas obras litúrgicas. Esta obra muy bien podría entroncar con la gran tradición polifónica española al recuperar ese misticismo severo y austero, lógicamente con armonías románticas, que, con algunas excepciones, se había dejado de cultivar por la excesiva influencia de la melodía italiana. En su ‘aparente’ sencillez y austeridad está su majestuosidad.  

    Eslava nos dejó muchos escritos en los que expuso, con gran convicción y seguridad, sus ideas sobre los diferentes aspectos de la música. En su Breve memoria histórica de la música religiosa en España escribió sobre cómo debía ser la composición de música sacra. Así, la dividió en tres formas: ‘La tercera forma es la de las voces con acompañamiento de orquesta’. ‘La segunda forma es la de voces acompañadas del órgano, del cuarteto de cuerda o del viento-madera’. “La primera forma, y la más propia del templo, es la música a voces solas. El efecto de una gran masa de solas voces es tan magnífico, sublime y religioso, que ninguna otra forma es a ella comparable”. Y en otro momento comentaba: “Debe tener en general menos movimiento que la profana y mayor riqueza de armonía y mayor interés de contrapunto e imitación que ésta”. En esa primera forma se encuadran estos Tres Motetes al Santísimo Sacramento, publicados en su colección de obras de música religiosa Lira Sacro-Hispana, que se interpretarían en la fiesta del Corpus o también en las ‘Cuarenta horas’, motetes en los que practicó ese ‘viejo estilo’, que él pensaba era el de la escuela antigua, pero con moderna melodía, ya que en su excesiva seguridad de conocimientos decía que “hasta el siglo XVI… no se conocía lo que hoy llamamos melodía”.

    No cultivó Sor apenas la música religiosa, sólo algunas pocas obras hay en su catálogo aunque la última obra que compuso parece ser que fue una Misa de difuntos (hoy desaparecida) dedicada a su hija Carolina, que con unos 22 años falleció dos antes que él. Pero, afortunadamente, entre esa poca música sacra se encuentran estas dos preciosas obras ejemplo de la maestría con que manejaba la armonía. El motete O Crux fue publicado en la famosa Encyclopédie Pittoresque de la Musique de A. Ledhuy y H. Bertini (París, 1835) junto a un artículo biográfico de Sor escrito por él mismo. Según su principal biógrafo, B. Jeffery, puede ser la misma obra que hacia 1804 Sor compusiera en Madrid para la iglesia de la Merced, aunque en aquella ocasión era para cuatro voces y orquesta, pero también dice que lo más probable es que sea otro motete que, dedicado a la Santa Cruz, Sor presentó al Papa. Subirá encontró en los archivos de Palacio la famosa carta que el músico catalán envió hacia 1828 a Fernando VII pidiendo el perdón y en la que decía: “El Jefe Supremo de la Iglesia Católica, a cuyos pies fue presentado un Himno de mi composición a la santa Cruz, acaba de condecorarme con la de su Orden…”, por lo que Subirá sugiere que debía ser el Papa Pío VII y que lo nombró Caballero de la Orden Pontificia. El texto que utiliza Sor es una estrofa del famoso himno Vexilla Regis que el monje Venancio Fortunato había escrito hacia el 569. De la otra obra, Inno breve per la festa dei Santi Apostoli, que utiliza el texto del himno benedictino que también usara, entre otros, T. L. de Victoria, poco o nada se sabe ya que hasta hace bien poco se desconocía su existencia. Existen dos ejemplares manuscritos de esta obra, una copia en la Biblioteca del Conservatorio de Madrid y un autógrafo en la Biblioteca Nacional que en la portada dice: “á quatro voci ripiene / Composto / dal Cavaliere Fernando Sor / El autor a su amigo Valdemosa”. Francisco Frontera de Valldemosa fue un importante músico mallorquín que estudió en París entre 1836-41, por lo que debió de ser entonces cuando conoció a Sor, ya en sus últimos años de vida; también se hizo muy amigo de Rossini y Chopin. Valldemosa, junto a Mendizábal y el embajador Marliani, fue quien convenció a George Sand y Chopin de que viajaran a Mallorca. Tras su vuelta a España, Valldemosa fue profesor de canto de Isabel II y director de la orquesta de Palacio.

    Un último apunte relativo a la música sacra en tiempos de Isabel II. En abril de 1850 llegó a España el joven músico belga François A. Gevaert, más tarde director del conservatorio de Bruselas, becado por su gobierno para realizar un estudio de la música española, estancia de estudio y trabajo que duraría unos dos años. Además de componer varias obras sinfónicas influenciadas por el folklore español —en Madrid estrenó y publicó en 1850 su Fantasía a grande orquesta sobre motivos españoles, compuesta y respetuosamente dedicada a S. M. la Augusta Reina de España doña Isabel 2.ª— realizó el correspondiente informe sobre su viaje que fue publicado en 1852 en el boletín de la Academia de Ciencias, Letras y Bellas Artes de Bélgica con el título de Rapport à M. le Ministre de l'interieur sur l'etat de la musique en Espagne, par M. Gevaert, lauréat du grand concours de composition musicale. En este trabajo dio cuenta de una importante característica de la música religiosa española, la utilización de los dos coros: “(los músicos españoles) adoptaron ciertas formas propias del país, como el empleo casi constante de los dos coros, costumbre que se ha conservado hasta hoy a pesar de la completa degeneración del estilo religioso... un efecto muy particular es el resultado de la disposición de las voces y una expresión más potente del texto”. Costumbre (o tradición) que se ha utilizado en la disposición de las voces de este concierto.